Cambiar o desaparecer: El nuevo combate de Naomi Klein

Para la ensayista y activista canadiense, la lucha contra el calentamiento del clima pasa por el cuestionamiento del capitalismo y abre el camino a una transformación radical. Declaraciones recogidas por François Armanet para el semanario parisino L´Obs (Le Nouvel Observateur).

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Hace ocho años, en La doctrina del shock, [Paidós, Barcelona 2007] demostraba usted cómo el «capitalismo del desastre» se aprovecha de grandes traumatismos para aplicar reformas económicas presentadas como «terapias de shock». Con Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima [Paidós, Barcelona, 2015], su nuevo libro, ¿de qué modo le parece la lucha contra el calentamiento climático la continuación lógica de esta crítica?

La doctrina del shock analizaba de qué modo explota sistemáticamente el poder capitalista las crisis con el fin de imponer políticas que enriquecen a una élite restringida desmantelando toda regulación, procediendo a recortes de los gastos sociales y privatizando a gran escala el sector público.

Escribiendo este libro, he descubierto que el calentamiento climático es la última crisis hasta la fecha que se convierte en objeto de este género de explotación: se me hizo evidente cuando estuve en Nueva Orleans tras el paso del huracán Katrina y observé lo que describo como «apartheid social».

A juzgar por la evidencia, se van a explotar los “shocks” creados por los cambios climáticos para crear una sociedad cada vez más desigual, apoderándose de una parte todavía más importante del sector público y arremetiendo contra los derechos de la mayoría de los ciudadanos. Habrá un pequeño grupo de grandes ganadores y una gran masa de perdedores.

Esto lo cambia todo es mi respuesta a lo que oía mientras recorría el mundo durante la promoción de La estrategia del shock. La derecha se sirve de las crisis de una manera que vuelve todavía más vulnerables a nuestras sociedades a los choques por llegar. En contra de esta tendencia, propongo políticas que descansan sobre un apoyo democrático amplio como, por ejemplo, invertir masivamente en transportes colectivos que creen puestos de trabajo a gran escala que permitan vivir correctamente a los asalariados. Esto constituye nuestra mejor oportunidad de revertir el calentamiento climático. Lo que yo llamo “shock” popular: ¡esta vez son los buenos los que ganan, y no los malos!

El Grupo de Expertos Intergubernamental sobre la Evolución del Clima (GIEC), creado en 1988, entregó su primer informe en 1990. Desde entonces, los gobiernos del mundo entero se lanzaron a negociaciones destinadas a reducir las emisiones de CO2. Y, sin embargo, estas últimas han aumentado en un 61% desde entonces. ¿Cómo explica usted este fracaso?

Muy sencillo: el diagnóstico llegó en mal momento. La crisis climática hizo irrupción en el debate político a fines de los años 80, justo en el momento en que el capitalismo neoliberal pregonaba por doquier su victoria. En ese momento es cuando se proclamó el fin de la historia y se nos dijo que “no hay alternativa”, por retomar la fórmula de Margaret Thatcher. El resultado fue un choque frontal entre la urgencia de una política climática responsable y la ideología de nuestras élites.

El poder capitalista ha logrado su predominio en un momento en el que habría sido necesario ejercer un control sin precedentes sobre las grandes empresas. Regular se convirtió en anatema cuando la regulación era más necesaria que nunca. Estamos gobernados por una clase política que no sabe más que desmantelar y empobrecer las instituciones públicas, cuando habría hecho falta reforzar y reinventar estas últimas. Y nos hemos encontrado con un sistema de acuerdos de “libre comercio”, que atan las manos de nuestros dirigentes cuando necesitan por el contrario una libertad de acción máxima para poder llevar a buen término la inmensa tarea de la transición energética.

Esta victoria del capitalismo hizo que lo esencial de la esfera de influencia ecologista se decidiera rápidamente por trabajar dentro de los límites del marco ideológico del neoliberalismo y de la desregulación impuesta por el capitalismo. Hemos perdido decenios de un tiempo precioso para intentar promover soluciones inducidas por los mercados como el comercio de derechos de emisiones de carbono.

Escribe usted que nuestro sistema económico está hoy en día en guerra contra nuestro sistema planetario. La lucha contra el calentamiento climático, ¿será la lucha final?

El dilema es bien conocido: por un lado, con el fin de evitar las alteraciones de nuestro clima, debemos reducir nuestro uso de recursos naturales; por otro, si no queremos que se desmorone, nuestro modelo económico exige un crecimiento sin límites. Sólo uno de estos parámetros puede cambiar, y no será la naturaleza.

Lo que suceda durante la próxima década será determinante. Pero yo no llegaría a decir que el cambio climático constituye una forma de “lucha final”; no lo sería más que por el hecho de que si perdemos esta batalla, vamos a hundirnos como sonámbulos en un mundo agitado por catástrofes en serie en el que puede estar seguro de que no van a faltar causas por las que luchar.

Sabemos de qué modo va a “adaptarse” el sistema económico al caos climático: ya ha empezado a hacerlo. El mundo capitalista va a arramblar con los recursos naturales con más avaricia y violencia todavía. Se van a requisar las tierras cultivables de África con el fin de proveer de alimentos y carburante a los países ricos, lo cual llevará a una nueva forma de pillaje neocolonialista.

En vez de reconocer que somos responsables de los inmigrantes que huyen de su país a causa de nuestros actos –o de nuestra inacción-, nuestros gobiernos van a construir fortalezas de alta tecnología y adoptar leyes contra la inmigración cada vez más draconianas. Y en nombre de la “seguridad nacional”, vamos a intervenir en conflictos que tienen por objeto controlar el agua, el petróleo y las tierras cultivables, y eso cuando no provoquemos nosotros mismos esos conflictos.

Es necesario tener presente que si no actuamos contra el cambio climático, no vamos simplemente a asistir a un aumento de las temperaturas sino también de las desigualdades y los conflictos. Un futuro marcado por el cambio climático es un futuro lleno de violencia. Y por esto es por lo que no podemos en absoluto permitirnos perder esta batalla.

Por un lado, afirma usted que es urgente combatir el calentamiento del clima evitando sobrepasar el umbral fatídico de un ascenso de las temperaturas de 2º C, umbral más allá del cual los efectos se volverían imposibles de dominar. Por otro lado, parece usted contar con el poderoso ascenso de los movimientos populares, recordando la capacidad de los grandes movimientos sociales de cambiar el curso de la Historia. Hace usted referencia a los movimientos por los derechos humanos del siglo XX: la lucha por los derechos cívicos, el feminismo y el movimiento gay. Pero estas luchas han sido de largo aliento: ¿tendremos tiempo suficiente para revertir el cambio climático?

La buena nueva es que este movimiento lleva ya en marcha desde hace mucho tiempo: no partimos de cero. Por todo el mundo, se ven crecer poderosas organizaciones que luchan por el clima y la justicia energética: logran victorias importantes como la prohibición de la explotación del gas de esquisto o la espectacular transición energética en curso en Alemania. Se ve igualmente en Gran Bretaña, en donde el movimiento contra la austeridad está llegando a una confluencia con los ecologistas que luchan por una mayor ´justicia climática: juntos reclaman “un millón de empleos por el clima”.

El pasado septiembre, 400.000 personas –entre ellas, por vez primera, decenas de miles de sindicalistas siguiendo el llamamiento de sus organizaciones- se han manifestado en Nueva York a favor de de una verdadera política climática en la que fue la mayor marcha ecologista que el mundo haya conocido. Hay, pues, una base sólida

Por lo demás, la verdadera apuesta no consiste tanto en poner en pie un gigantesco movimiento totalmente nuevo sino en lanzar pasarelas entre las organizaciones ya existentes. Cuando los habitantes de Rio de Janeiro o de Sao Paulo reclaman transportes colectivos gratuitos y eficaces, poco importa que no se consideren militantes ecologistas. Lo son en los hechos, porque lo que exigen contribuye a reducir la circulación automovilística. Se pueden multiplicar los ejemplos. Espero que haya convergencia entre el movimiento obrero, el movimiento contra la austeridad y los movimientos ecologistas para una acción justa y concertada a favor del abandono de las energías fósiles.

Con frecuencia, perdemos ocasiones de entablar alianzas. Pero tengo grandes esperanzas por el hecho de que la próxima conferencia mundial sobre el clima que se organiza en París se celebre en un momento crucial con el poderoso ascenso de los movimientos europeos contra la austeridad, sobre todo después de la victoria de Syriza en Grecia. Será una oportunidad sin precedentes de unir a los movimientos contra la austeridad, antifascista y ecologista en un “movimiento de movimientos” que permita mantener un discurso homogéneo y global sobre la forma de construir un sistema económico que no declare la guerra a los pueblos y a nuestro planeta.

Llama usted “Blockadia” a la movilización ciudadana que prefigura al gran movimiento ciudadano que desea usted ansiosamente para repensar los fundamentos del capitalismo. ¿Llama usted a la desobediencia civil y está dispuesta a alentar acciones ilegales?

Yo apoyo la desobediencia civil no violenta, incluida la de la gente que pasa a la acción para detener a las excavadoras cuando se atacan recursos naturales sin consentimiento de las poblaciones afectadas. Pero este tipo de acción debe reservarse a los que están dispuestos a correr con esos riesgos. No soy yo quien para decirle a la gente lo que ha de hacer.

En lo que a mí respecta, decidí dejarme detener con más de mil personas más para protestar contra la construcción del oleoducto Keystone XL, porque creo que debería prohibirse la explotación de arenas bituminosas. Viola los compromisos adoptados por mi gobierno en el marco de los protocolos de Kyoto, lo que lo convierte en mi opinión en un proyecto industrial ilegítimo.

Si nuestros dirigentes no llevan a cabo su labor, es la base la que ha de tomar el relevo. Es lo que se produce en miles de casos, desde Australia, donde hay gente que bloquea las terminales con el fin de impedir el transporte de carbón a través de la Gran Barrera Coralífera. Hasta Alemania, donde se contempla impedir la extracción de carbón de lignito.

Nadie considera que sea normal hacer esto, pero nos encontramos con que nuestros dirigentes se han demostrado incapaces de conseguir que se sometan las empresas que explotan las energías fósiles.

Nótese que los activistas no son los únicos en recurrir a la desobediencia civil. Este es también el caso de un número cada vez mayor de climatólogos, entre ellos James Hanson, el legendario exdirector del Instituto Goddard de investigación espacial, que ha sido detenido media docena de veces por haber bloqueado la explotación minera a cielo abierto y los oleoductos de arenas bituminosas.

La resistencia no violenta se impone frente al desajuste entre lo que nos dice la ciencia y la manera en que se comportan nuestros gobiernos. La gente vive permanentemente con ese desajuste y cuando decide adoptar riesgos y comienza a actuar porque la crisis es bien real y exige una acción urgente es su manera de colmar ese abismo.

Dice usted que lo que le hace optimista frente al desafío del cambio climático es que durante la crisis financiera de 2008 hemos sido testigos de la inyección de miles de millones de dólares en el sistema bancario para rescatarlo. ¿No es esto paradójico?

No es eso en sí mismo lo que me vuelve optimista: pienso por el contrario que vivimos en una época en la que mayor parte de las pesadillas que están en el corazón de nuestro sistema político y económico se han descubierto y revelado en la plaza pública. Hemos visto todos cómo se encontraron miles de millones de dólares en nombre del rescate de los bancos, y sabemos ahora que es posible hacer otro tanto con el fin de salvar el planeta. Voluntad política es justamente lo que hace falta.

Ya tuvimos la misma constatación tras los atentados terroristas del 11 de septiembre: cuando se trata de instalar una seguridad interior fundada sobre la vigilancia y hacer la guerra en el exterior, muchos países occidentales no tienen ningún problema presupuestario.

Desde luego, la diferencia estriba en que estas transferencias de recursos beneficiaban a los ricos y poderosos; mientras que el movimiento por la justicia climática exige transferencias de medios que beneficien a todos.

Con el fin de mostrar la extensión de los trastornos económicos por venir, establece usted una comparación original: de la misma manera que la abolición de la esclavitud forzó a las clases dirigentes a renunciar a prácticas extremadamente lucrativas, la revolución ecológica podría producir efectos comparables. ¿Podría explicarnos esto?

No digo que sea eso lo que va a pasar forzosamente sino que ese precedente demuestra que se puede llegar a eso. Sin poner en el mismo plano la esclavitud y el cambio climático, se pueden establecer algunos paralelos penetrantes entre ambos, sobre todo en lo que respecta a la amplitud de los intereses económicos en juego.

Para buena parte de la clase dirigente de la época, perder el derecho jurídico de reducir a la gente a la esclavitud representaba un lucro cesante tan gigantesco como el que sufrirían las empresas que explotan las energías fósiles si nos decidiéramos a reducir seriamente nuestras emisiones de CO2. A título de comparación, la suma que representaba esa mano de obra en los Estados Unidos equivaldría hoy a cerca de 10 billones de dólares. Esta cifra es aproximadamente comparable a la cantidad de carbono que no habría que consumir si queremos conservar una esperanza de mantener el cambio climático bajo el umbral de los 2°C. La gente tiene a menudo la impresión de que es imposible lograr esa victoria cuando hay tanto dinero en juego. La respuesta que doy en el libro es que esto se hizo en el pasado y que podemos volver a conseguirlo.

Critica usted duramente a Obama por su incapacidad de decir no a las empresas que explotan las energías fósiles. Antes de él, Bush había declarado que el American Way of Life no es negociable. ¿Cuándo dejarán de esconder la cara los Estados Unidos?

Con la recesión, el problema no era sólo que el American Way of Life no fuera negociable sino que, cuando Bush pronunció este discurso, en 1992, se estaba exportando por todo el mundo, China incluida. Algo que nuestro planeta no puede verdaderamente aguantar.

Irónicamente, esto hace particularmente difícil de aceptar el cambio climático para aquella parte de América que sigue creyendo que país es omnipotente. Ahora bien, los norteamericanos no pueden resolver esta crisis solos. Las emisiones de CO2 provienen cada vez más de países en vías de desarrollo y, si queremos encontrar una solución a este problema, habrá que cooperar y colaborar con los países en vías de desarrollo, lo que hace rugir a los republicanos.

Dicho esto, los norteamericanos están ya cambiando. El mito del sueño americano se está debilitando. Cada vez hay más gente en los Estados Unidos que toma conciencia del hecho de que nuestro sistema económico no beneficia a la mayoría y que lo que es bueno para las élites no lo es para todo el mundo. Creo que el enorme éxito norteamericano del libro de Thomas Piketty El capital en el siglo XXI demuestra que la gente está en principio dispuesta a discutir los fracasos del sueño americano, lo que favorece un contexto más propicio al surgimiento de nuevos modelos socioeconómicos. Muchos norteamericanos observan también lo que sucede en Grecia con Syriza y en España con el ascenso de Podemos: están atentos a estas tentativas de elaboración de nuevos modelos económicos.

El pasado 12 de noviembre, los Estados Unidos y China, que son los dos mayores contaminantes del mundo, se han comprometido a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero. ¿Ha sido un truco de mago?

Seguro que es parte un número de ilusionista. Y los objetivos apremiantes de reducción no tendrán efecto antes de la partida de Obama de la Casa Blanca, lo que quiere decir que dejará lo más duro del trabajo a su sucesor. Además, esos objetivos no se refieren al umbral de 2 °C: de acuerdo con los términos de este acuerdo, los Estados Unidos no reducirán sus emisiones anuales más que en un 3% a partir de 2020, aun cuando sabemos que los países ricos deberían reducirlas de un 8 a un 10% empezando desde hoy mismo.

Pero no soy, por tanto, completamente cínica. Es buena cosa que los Estados Unidos y China no aborden las negociaciones de París en una postura de hostilidad recíproca, como hicieron en Copenhague. Pienso también que el acuerdo es hábil desde un punto de vista táctico: al ligar el objetivo de reducción de emisiones de CO2 de dos países por medio de un tratado bilateral. Obama se asegura que su sucesor tenga que pensárselo dos veces antes de denunciar este acuerdo, pues se arriesgaría a poner en su contra al mayor socio comercial de los Estados Unidos.

Pero lo más importante es que los compromisos adoptados por China socavan el argumento tras el cual se protegen desde siempre los Estados Unidos para justificar su negligencia en materia climática: ¿por qué dejar de contaminar cuando va a seguir haciéndolo China? Por primera vez, China se compromete a restringir sus emisiones y reconocer que ha de haber un límite a su monstruosa máquina industrial que funciona con carbón. Como en los Estados Unidos, el compromiso de China dice mucho de la influencia creciente de los movimientos sociales que reclaman contención en materia de contaminación.

Traducción: Lucas Antón
Fuente: http://bit.ly/1Q9FtDj