Intolerancia, incomprensión y hostilidad del Gobierno mexicano hacia los movimientos sociales: una comparación entre 1968 y 2014

Análisis comparativo sobre la forma en que el Gobierno ha reaccionado ante movimientos sociales, el estudiantil de 1968, y el que ha surgido más recientemente, directamente vinculado con la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa.

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A lo largo del siglo XX mexicano, aquel surgido de la Revolución Mexicana, más de una coyuntura política fue causada por movilizaciones sociales con génesis en zonas urbanas, en especial en la Ciudad de México: el movimiento de los ferrocarrileros de 1959, el de los médicos de 1964-65; el movimiento estudiantil de 1968; los escándalos por los presuntos fraudes electorales en 1988 y 2006, entre otros. Ante cada uno de ellos el Gobierno federal ha reaccionado de manera hostil y con miras a acallar las manifestaciones de hartazgo por parte de diferentes sectores de la sociedad. Ha habido detenciones arbitrarias, decesos por la brutalidad policiaca, cooptación, pero, sobre todo, una muestra de incomprensión e intolerancia por parte de la autoridad. Resulta interesante comparar la forma en que el Gobierno ha reaccionado ante uno de ellos, el estudiantil de 1968, y ante el que ha surgido más recientemente, directamente vinculado con la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa –una particularmente contestataria contra el Gobierno–, pero que engloba una exigencia de mayor magnitud que, sobre todo, cuestiona la impunidad y corrupción estructural del sistema político mexicano.

Ambos movimientos han surgido por iniciativa de un sector de la sociedad alejado de la marginalidad y las penurias, más bien privilegiado, clasemediero, y que ha tenido oportunidades a las que no tiene acceso la mayor parte de la población mexicana; una minoría que puede darse “el lujo” de cuestionar el orden establecido. Recordemos que el sector que encabezó el movimiento en 1968 eran jóvenes universitarios hijos de una generación que había vivido tiempos más difíciles, con más estrecheces, menor acceso a la educación y menor capacidad de movilidad social.

Las exigencias se parecen, igual que la formas de manifestarse y, sorprendentemente, o quizá no, también las respuestas por parte de las autoridades. Las reivindicaciones de ambos movimientos giran en torno al hostigamiento del Gobierno hacia grupos que manifiestan su inconformidad, a la detención ilegal, represión y desaparición de sus miembros y, más allá de eso, al pacto de impunidad que los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional, sobre todo, han convertido en la regla para proteger a quienes atentan contra los fundamentos sobre los que se asientan los Estados democráticos, a los que México dice pertenecer.

Las manifestaciones que se desarrollan a lo largo del paseo de la Reforma y que suelen tener como punto de culminación la Plaza de la Constitución de la ciudad, encarnan la inteligencia, lucidez, vitalidad y gozo que Luis González de Alba y Marcelino Perelló resaltaban como características de la movilización en el 68, a pesar del ambiente triste que, por obvias razones, se vive en las marchas que desde octubre de este año se suceden en la Ciudad de México, como secuela del hartazgo de ese modus operandi de algunos políticos mexicanos y la decepción por las promesas incumplidas de la tan repetida –ad nauseam– transición democrática mexicana.

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Las respuestas del Gobierno (en 1968, de Gustavo Díaz Ordaz, y ahora, de Enrique Peña Nieto) han sido afines. Díaz Ordaz sostuvo que los participantes de aquel movimiento buscaban acabar con México y ahora Peña Nieto ha hablado de que hay un interés de generar desestabilización. Luis González de Alba, respecto al 68, y Denise Dresser, sobre lo que ocurre hoy, confirman lo dicho por uno y otro presidentes, con ironía, claro; en el 68 se pretendía “acabar con ese México, el suyo, el de ellos” (González de Alba 2003) y, ahora, “desestabilizar el pacto de impunidad” (Dresser 2014). Díaz Ordaz en su informe de Gobierno el 1º de septiembre de 1968 enunció: “hemos sido tolerantes hasta excesos criticados, pero todo tiene un límite y no podemos permitir ya, que se siga quebrantando irremisiblemente el orden jurídico como a los ojos de todo mundo ha venido sucediendo”; un “hasta aquí” que indudablemente anunciaba un desenlace a través de la cerrazón y la represión. En esta ocasión, la de 2014, no fue tanto el tono del presidente de la República, sino la del presidente del partido, Cesar Camacho Quiroz, la que hizo recordar al tono amenazante del 68, dijo: “vamos a cortar las ramificaciones de cizaña que los desestabilizadores tratan de sembrar entre nosotros” (Camacho Quiróz 2014), que ya hemos visto que ocurre, por ejemplo, cuando algunos manifestantes son detenidos y acusados de los delitos más graves que considera el Estado Mexicano.

Lo sorprendente resulta ser que una y otra movilización se han dado en circunstancias muy diferentes: la primera en una época en la que nadie en México se atrevía a contradecir al presidente y, mucho menos, a emprender una manifestación en la plaza pública más importante del país que realizara un mitin que denostara el desempeño del Ejecutivo. La de ahora, a más de cuarenta y cinco años de distancia, se desarrolla en un momento en el que se esperarían avances en materia de libertad de expresión, respeto a los derechos individuales y de mejor comunicación entre la sociedad civil y el Gobierno, que parecía que se habían ido ganando, aunque tras el regreso del PRI a Los Pinos, ha sido puesto en duda.

Que estas movilizaciones, de las que la desaparición de los estudiantes normalistas hizo encender la mecha, no termine como aquél, del que ha pasado ya casi medio siglo, en el que “la inmensa mayoría volvió a su vida cotidiana como después de una gran borrachera” (González de Alba 2003). Que sea esta una experiencia, que no quede en el puro movimiento, que no tenga como cause último la cooptación de algunas figuras y se venda una solución que no resuelva el conflicto de fondo y que avance sin modificar los fundamentos del pacto político de impunidad. Y que no permita al presidente ufanarse, después de lo acontecido, de su papel desempeñado.

Autor: Emanuel Bourges Espinosa

Fuente: http://bit.ly/1GQ5JNb