¿La normalización del sistema partidario argentino?

Análisis sobre la evolución histórica de las grandes estructuras partidarias argentinas desde 1930 hasta la fecha.

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Primer Acto: La ilusión socialista (1930)

“¿Ha fracasado esta revolución? ¿ha triunfado? …. No ha producido todavía sus resultados definitivos para poder formular un juicio fundado.» Así hablaba el líder socialista y entonces candidato a vicepresidente por la Alianza Civil, Nicolás Repetto, en el lanzamiento de la campaña electoral para las presidenciales de 1931. Lo esperado por los socialistas era la conformación de un sistema partidario que expresara los diferentes intereses presentes en la sociedad. En otros términos, el PS pretendía representar los intereses de los sectores trabajadores, y anhelaba que frente a ellos se erigiera un partido burgués que se identificara como tal. El radicalismo yrigoyenista – partido sin doctrina y con pretensiones pluriclasistas – era, desde la perspectiva socialista, una amalgama amorfa sin razón de ser, un producto de la vieja “política criolla”, con el serio agravante de su poderoso ascendiente sobre los sectores populares. Por eso el editorial de La Vanguardia del 13 de septiembre de 1930, siete días después del golpe, decía: «Estaríamos dispuestos a eximir de la grave responsabilidad en que han incurrido los autores de la deposición violenta de un gobierno legal si de esta crisis surgiera un partido dotado, como el PS, de una doctrina clara y de un programa coherente.» El escenario de la elección del 31 alentó en el socialismo argentino la idea de que la demagogia personalista del yrigoyenismo desaparecería y que en cambio surgiría un sistema político al estilo europeo, con una coalición de derechas (en este caso la Concordancia) y otra de izquierda liberal (en este caso la alianza entre socialistas y demócrata progresistas). Sabemos que la historia fue por otros lados.

Segundo Acto: La esperanza de Steven Levitsky (2000)

70 años más tarde, en el año 2000, la prestigiosa revista Journal of Democracy publicó un artículo del renombrado politólogo de Harvard, Steven Levitsky, titulado: “The normalization of Argentine politics”. El argumento era básicamente el siguiente: con la conformación de la Alianza entre UCR y Frepaso, se constituía por fin en el país un fuerte polo de centroizquierda, para enfrentar al PJ que, Menem mediante, había pasado a establecerse como el partido de centroderecha de la Argentina moderna. Así se normalizaría el sistema partidario argentino, fortaleciendo la representación de intereses, la rendición de cuentas y, en definitiva, la calidad democrática.

Tercer Acto: La realización del sueño de T. Di Tella y el plan Abal Medina (2003-6)

Con la llegada de Néstor Kirchner al gobierno algunos intelectuales del entorno del presidente alentaron la idea de avanzar hacia la reestructuración del sistema partidario. El kirchnerismo debería forjar un nuevo movimiento que, con el peronismo y los sindicatos como pilar, incorporara a los sectores de centroizquierda no peronistas, incluyendo al grueso del PS y retazos de la UCR. Mientras que, se esperaba, el menemismo residual y el ala conservadora de la UCR expresarían una nueva fuerza de centroderecha. El sociólogo Torcuato Di Tella había postulado la necesidad de que algo así ocurriera durante décadas, antes de ser secretario de cultura del nuevo gobierno, mientras que el politólogo Abal Medina, a cargo de la secretaría de la gestión pública, fue quien más claramente expresó esta propuesta en los albores del kirchnerismo. La idea cristalizó en los intentos de cooptación amparados en la idea de transversalidad y, como se sabe, terminaron hacia el final de la década con el kirchnerismo replegado en su alianza con lo más rancio del pejotismo.

Cuarto Acto: El acuerdo UCR-PRO (2015)

Ahora, con la alianza entre UCR-CC y PRO, renacen los anhelos de “normalización”. Para los kirchneristas quedaría así blanqueado que todo aquello que no es kirchnerista es de derecha y que a la izquierda, por supuesto, sólo quedarán ellos. Pero también otros, más amigables con la nueva coalición, también creen en la reconfiguración. Por caso, el economista Lucas Llach se preguntaba hace unos días si, a partir de la unión con la UCR, “no podría ocurrir que un gobierno de Macri fuera algo parecido a un gobierno de una Democracia Cristiana europea”… y que así “podría la Argentina llegar a un esquema “normal” de un partido del centro tirando a la derecha y otro más a la izquierda, formado por la izquierda peronista y, quizás, la no extrema izquierda no peronista.
Frente a todo esto tal vez convenga recordar que las grandes estructuras partidarias argentinas han sido, al menos durante las últimas décadas, maquinarias electorales fundamentalmente orientadas a ganar elecciones, exigencia necesaria para garantizar su acceso a las estructuras estatales que posibilitan su reproducción. Contra lo que a veces se cree, ni el peronismo ni el radicalismo suponen ya identidades extendidas en la sociedad (una reciente encuesta de Giacobbe, por ejemplo, muestra que alrededor de un 13% de argentinos se identifica como peronista y cerca de un 6% como radical, números aún importantes para los tiempos que corren, pero que están lejos de garantizar triunfos electorales). Lo notable de estas fuerzas es que su repliegue en términos de identidad social fue acompañado por un afianzamiento en el poder institucional. En otros términos, de modo paradojal mientras pierden en niveles de identidad social, estas fuerzas mantienen o ganan en materia electoral.
Particularmente del peronismo suele decirse que ha sabido dotarse de una enorme flexibilidad para, entre otras cosas, y como ha sugerido Marcos Novaro, procesar adecuadamente el sentido común del votante medio argentino en cada circunstancia particular (lo que, como sabemos, incluye ser privatista un día y estatista al siguiente). El radicalismo parece haber aprendido algo del PJ, y en esta ocasión ha optado por la estrategia que, a estas horas, mejor parece favorecer su objetivo de alcanzar gobernaciones, municipios y cargos legislativos en todos los niveles. Sin que esto suponga adoptar compromisos ideológicos ni programáticos que vayan más allá de la próxima elección. De hecho, no parece muy osado sugerir que si Hermes Binner hubiera medido 28 puntos de intención de voto para comienzos del 2015, el FA Unen seguiría existiendo y el radicalismo estaría hoy mostrándose como orgulloso socio de una opción socialdemócrata. Pero tampoco ello hubiera habilitado pensar que el FA-UNEN venía a corporizar una amplia y persistente corriente ciudadana anhelante de contar con una expresión electoral socialdemócrata, que se corporizaría en los históricos partidos que compartían ese ideal. Como lo decíamos en esta misma columna por octubre de 2014, la unidad de un conglomerado de partidos como el que se forjó en el FA-UNEN sin la expectativa cierta de alcanzar la presidencia era un hecho difícil de explicar, un objeto exótico más que un hecho natural. Como mencionamos entonces, no había elementos sólidos que permitieran sostener que el radicalismo estaba “naturalmente” más cerca del Partido Socialista o de Libres del Sur que del PRO.
En todo caso, como escribió en estos días Mora y Araujo, la pretendida identidad progresista que algunos dentro del radicalismo insistían en conservar resultaba “electoralmente improductiva”, “un lastre”, siendo que la idea de una izquierda moderada (como en verdad casi cualquier otra identificación ideológica) es insignificante para el grueso de la población, y de que la identidad partidaria es sólo significativa para grupos minúsculos.
De modo que mientras algunos lloran la deserción de la UCR socialdemócrata y otros celebran la vigorización de la UCR republicana, cabe pensar que el viejo partido radical adoptó racionalmente la decisión estratégica que dentro de la coyuntura actual le augura la mayor cantidad de cargos posibles. Tal vez se trate menos de que – como algunos sugieren por estas horas – la UCR haya adoptado el criterio de que “todos los republicanos deben unirse para frenar al populismo”, como el criterio – explicitado por Gerardo Morales – según el cual “cualquier bondi deja bien a los radicales mientras ayude a ganar los cargos que las encuestas sugiere se pueden alcanzar.”
Fuera de los grandes centros urbanos, la política electoral en Argentina no ha sido históricamente percibida por la población en términos de izquierdas y derechas, y no hay ninguna fuerza natural que tienda a que así se organice la competencia. Los partidos, como enseñó Sartori, no son meros epifenómenos de las estructuras sociales, sino sujetos activos, actores capaces de definir los términos de la competencia. Podemos enojarnos con esta idea, pero ello no cambia que la flexibilidad y el pragmatismo sean en general recursos valiosos en la competencia electoral, aun cuando su uso en las dosis a las que nos tienen acostumbrados radicalismo y peronismo nos dejen un sistema partidario opaco y confuso.

Autor: Gerardo Scherlis

Fuente: http://bit.ly/1cPXeZ1